¨El último tren a la zona verde¨ - Referencia a Luanda International School
En ¨El último tren a la zona verde¨ el escritor Paul Theroux narra el viaje que hizo en 2011 por Namibia y Angola. Llegado a la página 323 de la edición en castellano de Alfaguara me llevé la gran sorpresa de que hacía referencia a la escuela en la cual trabajo ahora:
¨En una Luanda disfuncional y sujeta a cortes repentinos de luz y escasez de agua, la gente con dinero –tanto angoleños como extranjeros- creaba pequeños recintos herméticos, complejos amurallados, en los que disponían de sus propios generadores, fuentes de agua y servicios: pistas de tenis, piscinas, clubes sociales y de golf y por supuesto, guardias armados y perros vigías.
La Luanda International School era uno de esos recintos seguros, un oasis detrás de un muro, al servicio de los hijos de expatriados, diplomáticos, profesionales de las petroleras y angoleños ricos. Puesto que no me querían recibir ni en los colegios del Estado ni en la Unión de Escritores, visité el colegio internacional por curiosidad, para observar cómo era una de esas comunidades. A cambio de su hospitalidad, pronuncié una charla para los alumnos.
Después de un trayecto largo y nada sencillo hasta el sur de la ciudad, a través de los barrios improvisados y los sórdidos distritos de la pobreza, la International School fue casi una sorpresa: ordenada, bien construida, espaciosa, limpia y rodeada de jardines. Niños sanos de todas las razas convivían en agradables grupos –seiscientos treinta estudiantes y noventa y un profesores-, y lo más extraordinario del colegio era la presencia de libros. Aparta del departamento de Akisha Pearman en el Instituto Superior de Lubango, en ninguna de las escuelas que había visitado había visto muchos libros. «Por favor, mándenos libros desde América», me rogaban, y mi reacción habitual era remitirles a los multimillonarios de su propio gobierno.
La biblioteca recién construida en la International School era digna de una pequeña universidad. Y los estudiantes eran brillantes, con la confianza que otorga tener buenos profesores, saber que te toman en serio y –hay que decirlo- ser rico, a salvo de los horrores de Luanda. Pronuncié mi charla y respondí preguntas, y visité la escuela guiado por los profesores, que eran gente seria y animosa. Todo parecía maravilloso, y era casi increíble que pudiera existir un lugar así en medio del lóbrego entorno.
-¿Y qué cuesta la matrícula aquí? –pregunté en tono desinteresado.
-Cuarenta y siete mil dólares al año –me dijo una profesora, que tragó saliva al pronunciar la cifra.
En esa epoca, era más o menos lo mismo que costaba la matrícula en la Universidad de Harvard. Como muchos alumnos eran hijos de empleados de las compañías petroleras, la existencia de un colegio tan bueno era un incentivo para que los profesionales extranjeros quisieran permanecer con sus familias en Luanda. Más tarde, un directivo de una de esas empresas me contó que los angoleños, sencillamente, no querían trabajar, y añadió:
-Cuarenta mil trabajadores de la industria del petróleo mantienen a veintitrés millones de angoleños.
Los complejos residenciales y otros servicios eran lo que empujaba a los extranjeros a dar la espalda a la realidad del país, aislarse del caos y sentirse seguros. En muchos aspectos, no era diferente al modelo urbanístico de Palm Springs o las comunidades cerradas en los alrededores de Phoenix y otros lugares, pero, en Luanda, lo que estaba al otro lado de esos muros eran unos barrios plagados de peligros extremos y puro horror¨.
Me pasé por la biblioteca a ver si teníamos este ejemplar en inglés. No estaba, pero sí que lo encontré en portugués:
¨Como Luanda era disfuncional e sujeita a cortes de energia súbitos e a faltas de água, as pessoas com dinheiro –tanto angolanos como estrangeiros- criavam pequenos condomínios herméticos, recintos fechados, onde tinham os seus própios geradores, nascentes de água e infraestruturas de lazer: campos de ténis, piscinas, clubes sociais e de golfe e, claro está, seguranças armados e cães de guarda.
A Escola Internacional de Luanda era um destes recintos salubres, um oásis atrás de um muro, serviços para os filhos de expatriados, diplomatas, gente do petróleo e angolanos ricos. Indesejado nas escolas do Estado e recusado pela União dos Escritores, visitei a escola por curiosidades, para observar uma comunidade fechada em atividade. Em troca da hospitalidade, fiz uma palestra aos estudantes.
Após uma ida longa e longe de ser simples ao sul da cidade, através dos bairros improvisados, dos horríveis circuitos de pobreza, a Escola Internacional foi uma surpresa: organizada, bem planeada, espaçosa, limpa e rodeada de jardins floridos. Crianças saudáveis de todas as raças estavam reunidas em grupos conviviais -630 estudantes, 91 professores-, e o que a escola tinha de singular era a presença de livros. Á parte o departamento de Akisha Pearman no Instituto Superior de Lubango, os livros não abundavam nas escolas que eu visitara. Por favor, mandem-nos livros da América, imploravam-me, e eu respondia sempre que os pedissem aos multimilionários do seu Governo.
A biblioteca recém-construída da Escola Internacional era digna de uma pequena faculdade. E os estudantes eram inteligentes, com o ar confiante de quem era bem ensinado, levado a sério e –é preciso dizê-lo- rico, protegido dos horrores de Luanda. Fiz a minha palestra e respondi a perguntas, e os professores, que eram empenhados e encorajadores, mostraram-me a escola. Parecia maravilhoso e quase inacreditável que um sítio daqueles pudesse existir no meio da tristeza envolvente.
-Então, quanto custam as propinas aquí? –perguntei naturalmente.
-Quarenta e sete mil dólares por ano –respondeu uma professora que engoliu em seco para conseguir pronunciar as palavras.
Na altura, este era mais ou menos o preço das propinas na Universidade de Harvard. Como muitos estudantes eram filhos de empregados na indústria do petróleo, a existência de uma escola tão boa constituía um incentivo para os trabalhadores estrangeiros ficarem com as suas famílias em Angola. Um executivo do petróleo dir-me-ia más tarde que os angolanos não trabalham, e acrescentou:
-Quarenta mil trabalhadores na indústria do petróleo sustentam vinte e três milhões de angolanos.
Os complexos residenciais e outras infraestructuras de lazer foram a maneira de os estrangeiros voltarem as costas à relidade local, de de afasterem do caos, de terem segurança. Em muitos aspetos, este modelo não era diferente do planeamento urbano existente em Palm Springs ou nas comunidades fechadas dos arredores de Phoenix e noutros sítios, más em Luanda o que ficava de fora dos complexos eram bairros pobres de extremo perigo e puro horror¨.
Quería compartir esto con colegas angloparlantes del colegio así que pregunté a otros profesores en escuelas internacionales si tenían el libro en inglés en sus bibliotecas. Mi amiga Estitxu, gasteiztarra que curra de profesora de español en la Lincoln Community School de Acra (Ghana) me envió el fragmento:
¨Because Luanda was dysfunctional and subject to sudden power cuts and water shortages, people with money –Angolans and foreigners alike –created small hermetic settlements, walled compounds, where they had their own generators, water sources, and amenities: tennis courts, swimming pools, golf and social clubs, and of course armed sentries and guard dogs.
The International School of Luanda was one of these salubrious compounds, an oasis behind a wall, catering to the children of expatriates, diplomats, oil people, and wealthy Angolans. Unwelcome at the state schools and rejected by the writers´ union, I visited the school out of curiosity, to observe a sealed community in action. In return for their hospitality, I gave a talk to the students.
After a long and far-from-simple drive to the south of the city, through the improvised neighborhoods, the grim precints of poverty, the International School was something of a surprise: orderly, well planned, spacious, clean, and surrounded by flower gardens. Healthy children of all races were gathered in congenial groups -630 students, 91 teachers- and what was singular about the school was the presence of books. Apart from Akisha Pearman´s department in the Instituto Superior in Lubango, books had not figured much in any of the schools I´d visited. Please send us books from America, I was implored, and my routine reply was to refer them to the billionaires in their government.
The newly built library at the International School was worthy of a small college. And the students were bright sparks, with the confident air that comes of being well taught, taken seriously, and –it must be said- wealthy, sheltered from the hideosities of Luanda. I gave my talk and answered questions and was shown around the school by the teachers, who were earnest and upbeat. It all seemed marvelous and almost unbelievable that such a place could exist amid the encircling gloom.
¨So,¨ I asked casually, ¨what´s the tuition here?¨
¨Forty-seven thousand dollars a year,¨I was told by a teacher, who gulped as she managed to utter the words.
At the time, this was roughly the cost of tuition at Harvard University. Because many of the students were the children of oil industry employees, the existence of such a good school was an incentive por foreign workers to stay with their families in Luanda. An oil executive was later to tell me that Angolans simply did no work, and he added, ¨Forty thousand workers in the oil industry support twenty-three million Angolans.¨
The residential compounds and other amenities were the foreigner´s way of turning their backs on the reality of the place, of shutting out the chaos, of being secure. In many respects this pattern was no different from the urban planning in Palm Springs or the gated communities around Phoenix and elsewhere, but in Luanda what lay outside the compounds were slums of extreme danger and pure horror¨.
1 comentario
Anónimo -