Dice así la contraportada:
¨En 1984, un joven estudiante víctima de un grave accidente coincide en una clínica del sur de Francia con un camboyano, superviviente de la época de los Jemeres Rojos. Decididos a desafiar los pronósticos más pesimistas y obligados a dar lo mejor de sí mismos, se ayudan mutuamente, luchan y vencen en un combate lleno de valor y también de compasión, que nos lleva de Montpellier a Nueva York, de Phnom Penh a Jaipur y más tarde a Barcelona; un combate que es una lección de esperanza que arroja luz sobre la sorprendente capacidad de los seres humanos para sobrevivir y hacer frente a la adversidad extrema¨.
Sobre el autor:
Javier Moro Lapierre nace en Madrid en 1955. Licenciado en Historia, colabora desde muy joven en varios medios de prensa nacionales y extranjeros. A partir de 1975 trabaja como investigador en libros de Dominique Lapierre y Larry Collins. En 1981 coproduce y coescribe las películas Valentina y Crónica del alba, ambas basadas en la obra de Ramón J. Sender. En 1984 se traslada a Los Ángeles y desarrolla varios proyectos de cine y televisión, uno de ellos con Ridley Scott. Su primer libro, Senderos de libertad (Seix Barral, 1992), ha sido objeto de cuatro ediciones en España, tres en América Latina (una en Brasil), y su lanzamiento en Francia está previsto para 1995¨.
La primera edición de esta novela fue publicada en abril de 1995. Después vendrían muchas novelas más y una carrera llena de éxitos, incluidos el Premio Planeta en 2011:
-Senderos de libertad (1992).
-El pie de Jaipur (1995).
-Las montañas de Buda (1998).
-La mundialización de la pobreza (1999).
-Era medianoche en Bhopal, escrito en colaboración con Dominique Lapierre (2001).
-Pasión india (2005).
-El sari rojo (2008).
-El imperio eres tú, Premio Planeta (2011).
-A flor de piel (2015).
-Mi pecado (2018).
-A prueba de fuego (2020).
-Nos quieren muertos (2023).
Reproduzco lo que dice la solapa en la sección ¨Habla el autor:
¨Decidí escribir El pie de Jaipur a raíz de un encuentro con un joven llamado Christophe Roux, que en 1982 se había desnucado al zambullirse en el mar. Le habían augurado una esperanza de vida corta y constante peligro de muerte. Tenía veinte años. Los médicos le dijeron que tendría que aprender a vivir con sus limitaciones, y también que cualesquiera esperanzas que le ofreciesen de recuperar movilidad, de ganar autonomía, serían falsas promesas. Hoy, Christophe conduce su coche, vive con su pareja y es feliz. Su historia es la de una resurrección. Es también la historia de su novia, que no quiso abandonarle; la de sus padres, que supieron guiarle por el sendero de la recuperación, y la de su compañero de cuarto, un camboyano superviviente de la época de los Jemeres Rojos llamado Song Tak, que le abrió los ojos al mundo.
Reconstruir la vida de ambos me llevó de Montpellier a Phnom Penh, pasando por París, Nueva York, Jaipur y Barcelona. Fue una odisea que me hizo descubrir el otro lado de la destrucción, el otro lado de la guerra, el otro lado de la tragedia. Conocí a gente excepcional dedicada a reparar lo que los caprichos del destino o la locura de los hombres destruyen; a médicos como el audaz doctor Allieu, que realizó las primeras operaciones de trasplante muscular hechas en Europa; o al doctor Sethi, un idealista que inventó el «Pie de Jaipur», la prótesis más utilizada en el mundo. En Camboya, un país donde millones de minas permanecen activas y provocan la mayor tasa de mutilados del planeta, conocí a un puñado de antiguos oficiales norteamericanos que se ocupan en hacer caminar de nuevo a las víctimas de esa guerra interminable y silenciosa. Saben que se enfrentan a un problema mundial porque el número de mutilados que surge de los conflictos armados no cesa de aumentar. Pero allí están, en el terreno. Han encontrado un sentido a la vida.
El pie de Jaipur es la aventura de unos seres que son el símbolo mismo del valor de la vida, precisamente por encontrarse en la situación en que están. Personas que dicen: «He nacido el día de mi accidente», o que confiesan, como el físico Stephen Hawking a un personaje del libro, que no hubieran llegado precisamente a donde han llegado, de no ser por su enfermedad. ¿Cómo permanecer impasible ante semejantes testimonios? Durante mi investigación me di cuenta de que los personajes de El pie de Jaipur iluminan nuestra existencia como un faro el mar oscuro. Representan el valor y la esperanza; son un símbolo de la pasión de vivir¨.
Extraigo aquí algunos párrafos que me han llamado la atención y los comento:
¨ Hubo un silencio. Allieu le miraba con profunda compasión. Le desagradaba la idea de estar jugando con la ilusión de un muchacho superviviente de un accidente similar al que había tronchado la vida de su hijo. Había tenido que abrir la puerta a la esperanza sin estar seguro del resultado de las operaciones, lo que le provocaba cierto malestar. Pero no tenía más remedio que aceptar que era uno de los gajes de su oficio.
-No tengo nada que perder -dijo Christophe-. Si no funciona para mí, por lo menos la experiencia le servirá a usted y quizá algún día a los demás, a los que vengan después.
El médico le sonrió. «Aún pensando en el fracaso, ya le está sacando provecho a la experiencia», se dijo. Era una buena señal; el chico tenía madera.
-Piénsatelo bien -insistió el médico-. Esto no lo puedes decidir en un abrir y cerrar de ojos…
-No me importa hacer de cobaya -zanjó Christophe-. Si soy el paciente que usted estaba esperando, usted es el médico que yo deseaba encontrar.¨
¨En una ocasión había leído que comparar es un fenómeno psicológico muy normal, sobre todo entre víctimas de acontecimientos graves. Supervivientes de terremotos, inundaciones o ciclones se equiparaban con los que han perdido seres queridos, y éstos con los que han perdido a toda su familia. Los tetrapléjicos y parapléjicos se comparan según el nivel de la lesión: un C6 como Christophe con algunos movimientos de hombro encuentra cierto consuelo al compararse con un C4, que sólo mueve los ojos. ¿Y un C4? La joven Cristina, tetrapléjica que había sido atropellada por un conductor que luego se dio a la fuga, le había confesado algo que se le había grabado en la memoria: «Mi amiga murió a consecuencia del choque… ¡Menuda suerte la mía!» Así, comparando, todo el mundo salía ganando. Excepto el camboyano, que no parecía medirse por ese rasero.
¿Cómo era posible que, siendo capaz de moverse, sin tener afectadas las funciones intestinales y vesicales, Song Tak fuese tan melancólico? ¿Acaso no veía a Christophe clavado en su cama como una mariposa? El joven no tardaría en entender que la melancolía del camboyano venía de lejos, de antes de esa caída misteriosa de la que se negaba a explicar detalles, incluso de antes de la revolución. Song Tak había perdido tantas cosas en su breve vida que no lo había asimilado. ¿Por qué me ha pasado esto a mí?, parecía preguntarse constantemente. ¿Por qué me persigue la desgracia?
Su profunda desesperación era sólo comparable a la violencia que se había abatido sobre su existencia de niño con una barbarie inesperada. Christophe se dio cuenta enseguida de la necesidad que tenía su vecino de explayarse, de exponer sus heridas al aire nocturno de la clínica para quizá encontrar un sentido a su sufrimiento. Al filo de las largas horas de inmovilidad, entre cigarrillos compartidos y algún que otro trago de una botella escondida debajo de la cama, Song Tak fue desgranando su historia ante su compañero de cuarto. Así, Christophe fue entendiendo por qué Song no se medía por su mismo rasero: no le importaba ser un dorsal 7 o un lumbar 4. La herida que no conseguía cicatrizar era de otro orden. Era una herida del alma¨.
¨Para ella, el dolor mejoraba a las personas. «Lo que no te mata te hace mejor y más fuerte», solía decir. Sabía que Song necesitaba algo más que una proeza tecnológica, necesitaba razones para vivir y para ello había que proporcionarle un afecto que le permitiese fortalecer los factores psicológicos indispensables para su curación. Estaba dispuesta a hacer lo imposible para que los ocupantes de la 306, unidos por la solidaridad del sufrimiento, fuesen capaces de obtener todo lo que se propusiesen. Como todo el mundo.
Poco acostumbrado a que alguien velase por su bienestar, Song le agradecía sus regalitos -pastitos chinos, un frasco de colonia, cigarrillos- uniendo sus manos a la manera asiática y con una sonrisa. En pocos días y exceptuando la reciente crisis había pasado de un hermetismo total a una amable cordialidad. Hasta parecía tener ganas de seguir contando detalles de su vida, como si reviviendo el pasado fuese capaz de conjurar sus fantasmas.
-Cuando me encontré paralizado en el campo de refugiados, noté que mucha gente se apartaba de mí como si fuese contagioso…
-Aquí pasa lo mismo. A la gente le da miedo una silla de ruedas porque le recuerda lo trágica y jodida que puede ser la vida -añadía Christophe.
Song le explicó que ser discapacitado en un país budista es bastante más duro que serlo en Occidente, porque los budistas tienen asumida la noción de karma. No se concibe que un accidente sea algo gratuito.
-O sea que si pisas una mina, saltas por los aires y te quedas sin piernas, ¿resulta que es por tu culpa?
-Es tu karma: estás pagando algo que has hecho o has dejado de hacer en esta o en otra vida. Hubo personas que dijeron que si yo no hubiera intentado escapar a Tailandia, no me hubiera pasado nada. Me echaron en cara haberlo intentado. Como si me hubiera pasado de la raya…
-La gente no quiere pensar que las cosas ocurren porque sí, pues entonces les puede pasar a ellos. Es mejor encontrar una razón: fulanito es inconsciente, menganito ha sido demasiado ambicioso… Yo también pienso muchas veces que si me hubiera ido a Estados Unidos con Mathilde no me hubiera pasado nada… Te puedes repetir esas cosas hasta volverte loco. Al final no sirve de nada.
Contrariamente a lo que pensaba Christophe, el sentimiento de culpabilidad tiene una perversa utilidad para muchos supervivientes. De la misma manera que hay enfermos que justifican su dolencia por un comportamiento errado, como no haberse alimentado adecuadamente o haber trabajado demasiado, muchos accidentados necesitan pensar que son la causa de su propia desgracia. Precisan de una razón que explique su estado. Encontrar un vínculo entre la víctima y lo que le ocurre es una manera de volver a encontrar el hilo de la existencia. La casualidad, el azar o la simple mala suerte son un vacío al que es imposible aferrarse. Por eso y aunque resulte paradójico, el sentimiento de culpabilidad está asociado a la superación del trauma*. Inculparse refleja el esfuerzo del superviviente por encontrar sentido a sus desgracias, por entender el por qué a mí y minimizar la posibilidad de lo que es aleatorio e incomprensible. Pensar que uno tiene alguna clase de control sobre sus actos ayuda a reconstruirse un universo. Por eso, algo tan cruel como el sentimiento de culpabilidad forma parte de la recuperación, como en otra etapa también lo forma la depresión. Es un sentimiento que representa el intenso anhelo de la mente humana de comprender el mundo, de buscar un sentido a la vida en la estela del sufrimiento¨.
¨*Un estudio norteamericano (citado en Coping with negative life events, Nueva York, Plenum, 1987, de Camille Wortman) sobre supervivientes de accidentes varios (paralizados) mostró que un 63 por ciento se culpaban parcial o enteramente de su accidente -que había sido totalmente fortuito¨.
¨Al acercarse al mostrador de la compañía aérea el empleado preguntó a Song, refiriéndose a Christophe:
-¿Cuál es su destino?
-¿Qué pasa? ¿No me lo puede preguntar a mí? -terció Christophe, poniendo su billete sobre el mostrador-. Que esté en una silla de ruedas no significa que sea un retrasado mental. Voy a París.
No hacía falta mucho para volver a reconocer viejos compañeros de ruta, como la ignorancia de la gente, el desprecio, la falsa compasión. Si ese empleado de la compañía le hubiera tratado normalmente, Christophe no se hubiera acordado de su problema. «La discapacidad nace en la mirada del otro», le dijo un día Allieu. Pero él no esperaba comprobarlo nada más salir de la clínica¨.
Tengo en la cabeza una imagen que vi una vez en Internet. Aparece un niño corriendo, con prótesis en las dos piernas. El texto de la imagen dice ¨tu excusa no es válida¨. En uno de los capítulo se hace referencia a la maratón de Nueva York. Pero no habla de los etíopes o keniatas que ocupan las primeras posiciones, sino de los verdaderos héroes de esta carrera que pasan desapercibidos:
¨ Un domingo de noviembre, nada más salir del metro en la calle Cincuenta y Siete, Song se encontró en medio de una multitud agolpada en las aceras. Era el día del gran maratón anual de Nueva York. Horas antes, entre salvas de cañón, helicópteros y cámaras de televisión habían salido del puente de Verazzano sus veintisiete mil participantes en una atmósfera de carnaval.
La gente aplaudía el paso de un participante peculiar: un hombre, probablemente afectado de parálisis cerebral, sin coordinación en sus brazos, propulsaba una silla de ruedas empujándola con los pies hacia atrás. Corría al revés. A Song le causó tanto estupor como gracia y pensó en su amigo Christophe, quien seguramente hubiera disfrutado con el espectáculo. Más lejos, un corredor ciego unido a un guía por una cuerda roja, daba imponentes zancadas. Al cabo de un rato un pelotón de sillas de ruedas apareció en el extremo de la calle, junto a otros participantes con muletas y hasta en patinete. Pero la imagen que más le impactó fue la de un corredor de mediana edad, corpulento, con pantalón corto, gorra y una prótesis de plástico en lugar de su pierna izquierda, que avanzaba rápida y rítmicamente. Era Dick Traum, presidente del Achilles Club, una organización que había creado en 1982 para incitar al deporte a un grupo de discapacitados de Nueva York. Con él se entrenaban paralíticos cerebrales, enfermos de esclerosis múltiple, invidentes, afectados de polio, parapléjicos, amputados, cojos, mancos, etc. Todos afirmando su capacidad -y no su discapacidad- al competir junto a atletas válidos en competiciones como el maratón de Nueva York, el acontecimiento deportivo más masivo del mundo. Embelesado en sus pensamientos, Dick Traum parecía ignorar los mimos de la muchedumbre. Era como si la fuerza de la gravedad, el cansancio, la edad, la discapacidad o enfermedad, todo lo que ata al ser humano a su propia mortalidad hubiera quedado relegado en la línea de salida. El paso de los «Achilles» era lo más emocionante y surrealista que Song había visto en su vida¨.
«No fueron los campos de exterminio, las montañas de calaveras o de huesos humanos lo que nos impresionó más -seguiría contando Bob Muller-. Fue la mirada de la gente. Todos contaban de manera compulsiva, con los ojos muy abiertos, cómo habían sobrevivido a los Jemeres Rojos. Cada uno te contaba su historia, y eran similares. Todos habían perdido una larga lista de familiares. Era como si esa sociedad hubiera sufrido un ataque de nervios colectivo. El centro de detención de Tuol Sleng me produjo escalofríos. En ese antiguo colegio convertido en centro de tortura todavía se veían en 1984, cinco años después de la caída del régimen de Pol Pot, manchas de sangre. A pesar de la brutalidad de la guerra de Vietnam, en ese conflicto hubo un mínimo de racionalidad. En Camboya no. Fue devastador constatar lo que los seres humanos pueden acabar haciendo a sus semejantes. Y eso que he vivido una guerra y entiendo esa locura. Camboya fue más allá de la guerra, más allá del genocidio. Llegó al autogenocidio: la gente se destruía a sí misma, lo que es una categoría de conducta a la que el mundo debería responder, aunque sólo sea por mantener la conciencia moral. Pero nadie intervino para detener el horror de los Jemeres Rojos. En aquel viaje a Camboya perdí mucha esperanza, perdí la confianza en que la raza humana pudiera sobrevivir como especie. Me di cuenta de que el genocidio es algo recurrente en la historia de los hombres y que solo es cuestión de tiempo antes de que esta tendencia a enloquecer conecte con la capacidad tecnológica que permita acabar con todo.»
Ese centro de detención de Tuol Sleng lo visité cuando estuve en Camboya en julio de 2007. Así lo reflejaba en mi blog:
¨Vuelvo por el boulevard Monivong a la zona de mi hotel, donde como tranquilo. Tras lo cual, me dirijo en la otra dirección al museo Tuol Sleng. No conocía mucho de la historia de Camboya, y me quedo de piedra al conocer las burradas cometidas en este país. Durante los años 60, mientras sus vecinos Laos y Vietnam estaban en guerra Camboya era un remanso de paz. Sin embargo, todo cambio en los 70-s, con una brutal guerra civil. El régimen Khmer Rouge (1975-1979) cometió un genocidio del que da buena cuenta el museo que fui a ver. Antes de ser un museo, y antes de 1975 era una high school, un instituto de secundaria. En 1975 paso a ser una cárcel, por donde entre 1975 y 1978 pasaron unas 17,000 personas, la mayoría de las cuales fueron torturadas y asesinadas. Al igual que el ejército nazi, el régimen Khmer Rouge era bastante meticuloso en mantener registro de sus barbaridades, así que en el museo se pueden ver fotos espeluznantes de un montón de víctimas, hay instrumentos de tortura, … te quedas sin palabras. Si detenían a uno con él se caía todo el equipo, familia, mujer, niños pequeños… todos asesinados.
A unos 15km de Phnom Penh están los llamados ‘Campos de la muerte’, fosas comunes donde enterraban a estos prisioneros. Se pueden ver unas 8.000 calaveras, ordenadas por sexo y edad, pero con lo del museo ya tuve suficiente. También en el había un montón de calaveras, con cráneos agujereados y un cartelito que te decía como había muerto esa persona, si con un disparo, con un golpe, … Parece raro visitar un museo de una cárcel, pero me ayudó a entender mejor la historia. Como la visita a la cárcel de Robbin Island, donde estuvo Nelson Mandela, me ayudo a comprender mejor lo del Apartheid en South África¨.
¨A Song sólo le quedaba esperar. Entrenarse, correr y esperar. De nuevo fue a consultar con el maestro bonzo del templo de Brooklyn, quien le dijo que sólo tenía que dejarse llevar por el tao, el fluir del ancho río de la vida, para encontrar su lugar en el mundo¨.
¨Un mes después de esa conversación, Ed Miles llegó a «la ciudad rosa» acompañado del doctor Mitra. Jaipur no sólo era conocida por el color de sus edificios, cuya piedra pasaba del púrpura al dorado a lo largo del día, sino también por la calidad de sus gemas y el trabajo de sus orfebres. La silueta del Palacio del Marajá se dibujaba con nitidez sobre el fondo de los patios y jardines, que ocupan una séptima parte de la ciudad. Jaipur había sido una ciudad de príncipes y guerreros, de feroces contiendas y leyendas millonarias. Sus tesoros arquitectónicos habían visto desfilar a generales y virreyes a lomos de elefantes ataviados con telas incrustadas de piedras preciosas. El aroma de los fastos de su pasado se unía a su vitalidad desbordante. En la calle de los canteros, el bazar de los tejidos y el mercado de las flores, multitud de pequeños artesanos fabrican de todo, desde juguetes de madera hasta piezas para la industria aeronáutica.
Jaipur también es conocida en la India como la ciudad de los médicos. El enorme hospital Sawai Mansingh forma el núcleo central de un complejo que comprende una Facultad de medicina, una de farmacia, varias bibliotecas, residencias para estudiantes y hasta una oficina de correos propia. En el oscuro cuartucho de un semisótano de ese gran hospital, un cirujano ortopédico llamado Sethi había dedicado cuarenta años de su vida profesional a ayudar a que sus pacientes, en su mayoría minusválidos de zonas rurales, los más desválidos de entre los pobres, se tuvieran en pie. Serio, amable y brillante, modesto como como suelen serlo los sabios, de pelo plateado y tez cetrina, sonrisa suave y aspecto majestuoso de guerrero rajput, su razón de vivir había estado siempre guiada por los ideales heredados de su padre, un eminente físico, discípulo del premio Nobel, P. Raman. Eran los ideales de Gandhi, ideales de justicia que el férreo sistema de castas parecía negar a sus compatriotas¨.
¨ Los enfermos salieron de su postración. Llegaron por decenas, luego por centenares. Los médicos, que siempre habían pensado que la polio era una enfermedad de escasa incidencia en la India, descubrieron que era la mayor causa de discapacidades. «Aquí llegaban pacientes de sesenta años que llevaban cuarenta años arrastrándose por el suelo -diría Sethi-. Obviamente no estaban satisfechos con su existencia. Me di cuenta de que la idea tan extendida del fatalismo de los indios no es más que un prejuicio. Cuando se les ofrece algo para cambiarles la vida, lo aprovechan.»
¨. El doctor Mitra, que tanto había luchado para que se adoptase el sistema de Sethi, iría aún más lejos: «Las soluciones a los problemas del Tercer Mundo no están ni en las universidades de Occidente, ni en las sedes de las multinacionales, ni en las organizaciones de ayuda, sino en las callejuelas de Jaipur, en los arrabales de Phnom Penh y en las miríadas de pequeños talleres repartidos por los barrios de chabolas de las ciudades del Tercer Mundo. Cualquier solución desarrollada localmente sobrevivirá porque nace de la propia necesidad. Hasta que las organizaciones de ayuda no comprendan esto, su trabajo y su dinero no serán todo lo beneficioso que deberían ser.»
En los capítulos finales del libro se mete caña a la Cruz Roja, que como gran organización puede tener diferentes intereses:
¨. Song desempeñaba varias tareas en Kien Klang: hacía de intérprete, llevaba la contabilidad, se entrevistaba diariamente con diversos funcionarios, contrataba obreros, ayudaba a restaurar los barracones. Emprender algo en Camboya significaba luchar contra la pobreza, la enfermedad, la corrupción, la indiferencia y la resistencia de algunas poderosas organizaciones como la Cruz Roja. Pero la recompensa era inmediata porque cada progreso diario era vivido como un éxito. La gratitud de la gente hacía olvidar los sinsabores y los quebraderos de cabeza¨.
¨ Song había salido del pozo sin fondo en que estaba gracias a Ed Miles, que, nada más regresar de la India, le había enfrentado con la idea del suicidio. Su argumento había sido directo y sencillo. En lugar de hablarle de las maravillosas cosas que ofrecía la vida, lo que hubiera sido inútil, le había explicado los perjuicios que su muerte causaría a la fundación. El mensaje había sido claro: ahora que iba a funcionar el taller de prótesis, su presencia y su trabajo serían imprescindibles, con o sin silla de ruedas. Era urgente dar salida a los doscientos tullidos del centro y luego atender a la cola de decenas de miles que estarían esperando. La vida de Song, según le dijo Ed, estaba de momento hipotecada. De la misma manera que un miembro de una familia se debe a los suyos, Song se debía a la aventura de Kien Klang. Después de que se encarrilase, Song tendría todo el tiempo del mundo para desaparecer de la faz de la tierra¨.
Es muy interesante leer cómo los Juegos Olímpicos de Barcelona fueron los primeros juegos paraolímpicos masivos. La organización no fue fácil y aquí extraigo un par de párrafos:
¨ Para encontrar un concepto de espectáculo, Gloria se preguntó qué tenían en común las historias de discapacitados: «Al principio hay algo muy oscuro, muy negro. No puedes caminar, no puedes controlar tu cuerpo pero luego, en contrapartida, hay una parte lúcida, una parte de distanciamiento sano, como los ancianos que lo ven todo desde otra perspectiva. El ejemplo vivo de esta transformación estaba en los grandes discapacitados de la historia: la sordera no había impedido a Beethoven componer, ni la parálisis dirigir los destinos de su país a Franklin Roosevelt, ni la falta de un brazo impedir que Cervantes escribiese el Quijote. Más bien al contrario, era como si mutilados, ciegos y discapacitados tendiesen a desarrollar habilidades compensatorias para recomponer su nueva personalidad. De la oscuridad a la luz, ésa era la idea que me volvía a la mente.» Había que encontrar el equivalente de esos grandes pensadores en la actualidad. Un nombre destacaba por delante de todos los demás: Stephen Hawking. «Trabajaba en el tema de los agujeros negros del espacio, que era como una metáfora de la idea que yo quería expresar —añadiría Gloria—, y el propio Hawking había reconocido públicamente que no hubiera llegado hasta allí sin su enfermedad.» Impedido de caminar y de hablar desde hace quince años, con la única habilidad de mover los músculos faciales y dos dedos de la mano izquierda, la vida de este físico inglés ha sido y es puramente intelectual. Hoy en día la ciencia le debe los adelantos más importantes en física teórica desde Einstein. Hawking ha sabido convertir su silla de ruedas en un observatorio para estudiar el origen, el funcionamiento y el fin del universo. Nadie mejor que él, pensó Gloria, ilustraba el poder del hombre para sondear la vida con la inteligencia. El poder de la mente¨.
«Cada uno de nosotros lleva dentro de sí una chispa de luz, una fuerza creativa —decía Hawking en su mensaje—. Algunos de nosotros hemos perdido la capacidad de usar partes de nuestros cuerpos debido a enfermedades o accidentes. Pero eso no tiene importancia. Es sólo un problema mecánico. Lo verdaderamente importante es que conservamos el espíritu humano, la capacidad de crear. Esta creatividad puede asumir muchas formas, desde la física teórica hasta los logros deportivos. Lo importante es que lleguemos a destacar en algún campo. Y estos juegos son una excelente oportunidad para conseguirlo.» Estuvieron el día entero filmándole: «Yo sentía apuro por la cantidad de veces que Hugh le hacía repetir, pero él nunca puso objeción alguna. Al contrario, parecía divertirse. Cuando le sacudió una especie de estertor pensé que le ocurría algo grave. Pero su asistente personal me tranquilizó: Hawking se estaba riendo.»
¨ En el segundo acto, la bella Gloria Rognoni apareció en escena para presentar el momento culminante de la noche: el mensaje de Stephen Hawking, «un hombre que se halla al límite de la discapacidad física, pero también al límite de la capacidad mental», dijo ella. Entre el cielo estrellado, representado por los abanicos abiertos del público, la voz metálica de Hawking retumbó acompañada de música. En la pantalla gigante que dominaba el estadio, su rostro y su cuerpo añadían una extraña magia a su mensaje, que terminaba así: «En los últimos treinta años, otros grupos discriminados, como las mujeres y personas de diferentes razas, han conseguido que se les tratara igualitariamente y se reconocieran sus necesidades. Ya es hora que obtengamos el mismo respeto por las necesidades de las personas con discapacidades. Éste es el mensaje que me gustaría hacer llegar a los que participan en estos juegos. Buena suerte para todos.»¨
Un libro muy interesante que hace que nuestras vidas tomen perspectiva de lo que es importante y la capacidad de lucha que tiene el ser humano sometido a situaciones extremas. Ya lo decía el gran Bob Marley (o algún otro): ¨Nunca sabes lo fuerte que eres, hasta que ser fuerte es tu única opción¨.